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Profetas que anuncian la salvación. Padre Luis Toro.
«EL SEÑOR viene con esplendor a
visitar a su pueblo con la paz y
comunicarle vida eterna», rezamos
hoy en la Antífona de entrada. La paz
es uno de los signos de la llegada del
Mesías. Los profetas recuerdan que él
traerá la paz a Israel, y que solo con
su ayuda podrán librarse de sus
enemigos. Por ello, «lleva por nombre
Consejero maravilloso, Dios fuerte,
Padre sempiterno, Príncipe de la Paz»
(Is 9,5). La paz no es solo el resultado
de una estrategia humana sino un
don que llega de su mano; es fruto de
la presencia de Dios entre los suyos.
«Un niño nos ha nacido, un hijo se
nos ha dado»: una pacífica presencia
que no tendrá fin.
Dios ha hecho con los hombres una
alianza de paz. Así lo recuerda
Zacarías el día de la circuncisión de
su hijo Juan. Delante de sus
familiares y amigos, entona el
Benedictus, un himno de alabanza y
agradecimiento. Feliz por el don de
su paternidad inesperada, exclama:
«El Sol naciente nos visitará desde lo
alto, para iluminar a los que yacen en
tinieblas y en sombra de muerte, y
guiar nuestros pasos por el camino de
la paz» (Lc 1,78-79). También en la
nochebuena escucharemos con
alegría el canto de los ángeles a los
pastores de Belén: «Gloria a Dios en
las alturas y paz en la tierra a los
hombres en los que él se complace»
(Lc 2,14)
Vemos, definitivamente, que el Señor
desea que sus discípulos gocemos de
la paz que nos trae su presencia. «La
paz sea con vosotros» (Jn 20,19), es el
saludo del Resucitado. En la
intimidad de la oración y al acudir a
los sacramentos recuperamos, una
vez más, el don de la paz. Por esto,
junto a toda la Iglesia pedimos con
humildad: «Ven Señor, visítanos con
tu paz, para que nos alegremos en tu
presencia de todo corazón»
ISAÍAS, en la primera lectura de hoy,
anuncia que la salvación es un
mensaje para todos los hombres,
también para los extranjeros, porque
a los que «mantienen mi alianza, los
traeré a mi monte santo, los llenaré
de júbilo en mi casa de oración; sus
holocaustos y sacrificios serán
aceptables sobre mi altar» (Is 56,6-7).
Nadie está excluido de esta llamada
porque Dios «quiere que todos los
hombres se salven y lleguen al
conocimiento de la verdad» (1Tm
2,4). Después de la Encarnación, el
culto al Señor no se limita a un rito,
en un determinado lugar, sino que se
puede hacer con el corazón en
cualquier sitio. «¿Estás en Jerusalén?
¿Estás en Bretaña? –decía san
Jerónimo–. No importa. La Presencia
celeste la tienes delante, abierta,
porque el reino de Dios está dentro
de nosotros»
El profeta Isaías convoca a quienes
están alejados de Dios, tanto a
aquellos que nunca han tenido la
oportunidad de conocer al Señor,
como a los que tal vez han perdido el
camino o se han distraído. En el
Decreto Ad gentes del Concilio
Vaticano II se recuerda que «la
Iglesia, sal de la tierra y luz del
mundo (cfr. Mt 5,13-14), se siente
llamada con más urgencia a salvar y
renovar a toda criatura para que todo
se instaure en Cristo y todos los
hombres constituyan en Él una única
familia y un solo Pueblo de Dios»
«Ser pueblo de Dios, según el gran
designio de amor del Padre, quiere
decir ser el fermento de Dios en esta
humanidad nuestra, quiere decir
anunciar y llevar la salvación de Dios
a este mundo nuestro, que a menudo
está desorientado, necesitado de
tener respuestas que alienten, que
donen esperanza y nuevo vigor en el
camino. Que la Iglesia sea espacio de
la misericordia y de la esperanza de
Dios, donde cada uno se sienta
acogido, amado, perdonado y
alentado a vivir según la vida buena
del Evangelio. Y para hacer sentir al
otro acogido, amado, perdonado y
alentado, la Iglesia debe tener las
puertas abiertas para que todos
puedan entrar. Y nosotros debemos
salir por esas puertas y anunciar el
Evangelio»
AL PRINCIPIO del Adviento nos
exhortaba la Iglesia por boca de san
Pablo: «Es hora de despertarnos de
nuestro letargo (...). La noche está ya
muy avanzada y va a llegar el día (...).
Revistámonos de las armas de la luz»
(Rm 13,11-12). Durante estos días
hemos escuchado la voz fuerte de
Juan el Bautista que nos invitaba a
acercarnos más a Cristo. Juan, en
palabras del mismo Jesucristo, es «la
lámpara que ardía y brillaba» (Jn
5,35). En el Bautista vemos la figura
de quien anuncia con humildad al
mensajero de la paz universal. No
atrae la atención sobre sí mismo sino
sobre la verdadera luz que es Cristo.
Al leer el evangelio de la Misa de hoy,
recordamos que el Bautista sabe que
todo procede de Dios, incluso el
aliento que le anima. Apenas Cristo
comienza a ser conocido, Juan se
oculta voluntariamente; pone a sus
discípulos en seguimiento de Jesús, y
termina su vida en el silencio,
abandono de una cárcel: sin una
queja, feliz de haberse gastado por
entero en el servicio de Dios. San
Gregorio Magno hace notar que «Juan
perseveró en la santidad porque se
mantuvo humilde en su corazón»
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