Predicar en el desierto sin desanimarse. Padre Luis Toro.
El evangelio de este segundo domingo de Adviento nos presenta la figura san Juan Bautista en el Jordán.
El término adviento era empleado por los historiadores antiguos para describir la llegada a la urbe de los emperadores, después de importantes campañas militares.
Toda la ciudad se preparaba para el evento y la entrada triunfal.
La Iglesia se prepara también para un adviento, una llegada mucho más importante: la de Hijo de Dios en Navidad, y muy diferente de las que celebraban los poderosos, porque se acerca en la humildad de un niño recostado en un pesebre.
La voz del Bautista resuena en este tiempo litúrgico, a través del relato de Mateo, con un mensaje fuerte de conversión personal como medio eficaz para preparar la llegada del Mesías.
Varias cosas llaman la atención en el relato de Mateo. En primer lugar, el marco elegido por el Precursor para ejercer su ministerio.
El Bautista no predica en la ciudad concurrida, donde su mensaje podría alcanzar a mucha gente a la vez.
En cambio, elige el desierto, lugar inhóspito y poco habitado, que recuerda por contraste el Paraíso perdido por el pecado original (cfr. Gn 2-3).
El desierto, quizá, refleja geográficamente la situación de pecado que sufre la Humanidad y sus
consecuencias.
El desierto fue también el lugar de la prueba para el pueblo de Israel, como narra sobre todo el libro del Éxodo y Números.
Y fue el ámbito de sus sucesivas conversiones, gracias a la providente ayuda divina, porque Dios es siempre fiel a la alianza que hizo con su pueblo.
De hecho, después de ser bautizado por Juan, el Hijo de Dios vencerá en el desierto las pruebas
que el pueblo de Israel no supo superar.
El desierto, en definitiva, favorecía el clima necesario de sobriedad y penitencia que Juan
demandaba para recibir el bautismo de conversión.
Mateo dice que Juan llevaba «una vestidura de pelo de camello con un ceñidor de cuero a la cintura, y su comida eran langostas y miel silvestre.
Basándose en esta
descripción, el arte suele representar
al Precursor con un porte externo
pobre. Es posible suponer, sin
embargo, que Juan vistiera así para
significar su misión profética. El libro
de Zacarías 13,4, por ejemplo, da a
entender que los falsos profetas
vestían mantos ricos. Las gentes
podrían reconocer en Juan, por tanto,
a alguien que tenía autoridad para
profetizar y que no vestía como los
falsos profetas. En cualquier caso,
Juan testimoniaba con su ejemplo, su
porte austero y digno y su dieta
exigente, la disposición interior y la
preparación que predicaba y exigía a
las gentes.
El evangelista resume la predicación
de san Juan con la frase: «convertíos
porque está al llegar el Reino de los
Cielos» (v. 2). En el texto griego
original se utiliza el verbo metanoein,
que alude al cambio de opinión y de
criterio propio. En el contexto del
pasaje, supone una transformación
interior en el modo de pensar y vivir,
un cambio de planteamiento. Es lo
que la tradición de la Iglesia ha
condensado siempre con la palabra
“conversión”, la cual incluye
necesariamente un fuerte sentido de
purificación personal. Por eso la
versión latina de la Biblia tradujo la
frase del Bautista con la expresión
“haced penitencia”.
El mensaje del Bautista es exigente,
como lo es el evangelio del Reino que
predicó Jesús. Siempre corremos el
peligro de desear adaptar ese
evangelio a nuestro criterio y a
nuestras circunstancias actuales.
Ciertamente es necesario saber
transmitir la fe en cada momento y
lugar con el don de lenguas
necesario. Pero lo que se deduce del
mensaje del Bautista, que se actualiza
en este Adviento, es que somos los
hombres los que necesitamos
adaptarnos al evangelio, con un
cambio de mentalidad y actitud, con
espíritu de penitencia personal.
Como decía en una ocasión el Papa
Francisco, «la voz del Bautista grita
también hoy en los desiertos de la
humanidad, que son —¿cuáles son
los desiertos de hoy?— las mentes
cerradas y los corazones duros, y nos
hace preguntarnos si en realidad
estamos en el buen camino, viviendo
una vida según el Evangelio. Hoy,
como entonces, nos advierte con las
palabras del profeta Isaías: «Preparad
el camino del Señor, allanad sus
senderos» (v. 4). Es una apremiante
invitación a abrir el corazón y acoger
la salvación que Dios nos ofrece
incesantemente, casi con terquedad,
porque nos quiere a todos libres de la
esclavitud del pecado»
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