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María, madre de Dios y madre de la iglesia. Padre Luis Toro.
POR: EL PAPA FRANCISCO
Vuelven hoy a la mente las palabras
con las que Isabel pronunció su
bendición sobre la Virgen Santa:
«¡Bendita tú entre las mujeres, y
bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién
soy yo para que me visite la madre de
mi Señor?» (Lc 1,42-43).
Esta bendición está en continuidad
con la bendición sacerdotal que Dios
había sugerido a Moisés para que la
transmitiese a Aarón y a todo el
pueblo: «El Señor te bendiga y te
proteja, ilumine su rostro sobre ti y te
conceda su favor. El Señor te muestre
su rostro y te conceda la paz» (Nm
6,24-26). Con la celebración de la
solemnidad de María, la Santa Madre
de Dios, la Iglesia nos recuerda que
María es la primera destinataria de
esta bendición. Se cumple en ella,
pues ninguna otra criatura ha visto
brillar sobre ella el rostro de Dios
como María, que dio un rostro
humano al Verbo eterno, para que
todos lo puedan contemplar.
Además de contemplar el rostro de
Dios, también podemos alabarlo y
glorificarlo como los pastores, que
volvieron de Belén con un canto de
acción de gracias después de ver al
niño y a su joven madre (cf. Lc 2,16).
Ambos estaban juntos, como lo
estuvieron en el Calvario, porque
Cristo y su Madre son inseparables:
entre ellos hay una estrecha relación,
como la hay entre cada niño y su
madre. La carne de Cristo, que es el
eje de la salvación (Tertuliano), se ha
tejido en el vientre de María (cf. Sal
139,13). Esa inseparabilidad
encuentra también su expresión en el
hecho de que María, elegida para ser
la Madre del Redentor, ha
compartido íntimamente toda su
misión, permaneciendo junto a su
hijo hasta el final, en el Calvario.
María está tan unida a Jesús porque
él le ha dado el conocimiento del
corazón, el conocimiento de la fe,
alimentada por la experiencia
materna y el vínculo íntimo con su
Hijo. La Santísima Virgen es la mujer
de fe que dejó entrar a Dios en su
corazón, en sus proyectos; es la
creyente capaz de percibir en el don
del Hijo el advenimiento de la
«plenitud de los tiempos» (Ga 4,4), en
el que Dios, eligiendo la vía humilde
de la existencia humana, entró
personalmente en el surco de la
historia de la salvación. Por eso no se
puede entender a Jesús sin su Madre.
Cristo y la Iglesia son igualmente
inseparables, porque la Iglesia y
María están siempre unidas y éste es
precisamente el misterio de la mujer
en la comunidad eclesial, y no se
puede entender la salvación
realizada por Jesús sin considerar la
maternidad de la Iglesia. Separar a
Jesús de la Iglesia sería introducir
una «dicotomía absurda», como
escribió el beato Pablo VI. No se
puede «amar a Cristo pero sin la
Iglesia, escuchar a Cristo pero no a la
Iglesia, estar en Cristo pero al margen
de la Iglesia» . En efecto, la
Iglesia, la gran familia de Dios, es la
que nos lleva a Cristo. Nuestra fe no
es una idea abstracta o una filosofía,
sino la relación vital y plena con una
persona: Jesucristo, el Hijo único de
Dios que se hizo hombre, murió y
resucitó para salvarnos y vive entre
nosotros. ¿Dónde lo podemos
encontrar? Lo encontramos en la
Iglesia, en nuestra Santa Madre
Iglesia Jerárquica. Es la Iglesia la que
dice hoy: «Este es el Cordero de Dios»;
es la Iglesia quien lo anuncia; es en la
Iglesia donde Jesús sigue haciendo
sus gestos de gracia que son los
sacramentos.
Esta acción y la misión de la Iglesia
expresa su maternidad. Ella es como
una madre que custodia a Jesús con
ternura y lo da a todos con alegría y
generosidad. Ninguna manifestación
de Cristo, ni siquiera la más mística,
puede separarse de la carne y la
sangre de la Iglesia, de la concreción
histórica del Cuerpo de Cristo. Sin la
Iglesia, Jesucristo queda reducido a
una idea, una moral, un sentimiento.
Sin la Iglesia, nuestra relación con
Cristo estaría a merced de nuestra
imaginación, de nuestras
interpretaciones, de nuestro estado
de ánimo.
Queridos hermanos y hermanas.
Jesucristo es la bendición para todo
hombre y para toda la humanidad. La
Iglesia, al darnos a Jesús, nos da la
plenitud de la bendición del Señor.
Esta es precisamente la misión del
Pueblo de Dios: irradiar sobre todos
los pueblos la bendición de Dios
encarnada en Jesucristo. Y María, la
primera y perfecta discípula de Jesús,
la primera y perfecta creyente,
modelo de la Iglesia en camino, es la
que abre esta vía de la maternidad de
la Iglesia y sostiene siempre su
misión materna dirigida a todos los
hombres. Su testimonio materno y
discreto camina con la Iglesia desde
el principio. Ella, la Madre de Dios, es
también Madre de la Iglesia y, a
través de la Iglesia, es Madre de todos
los hombres y de todos los pueblos.
Que esta madre dulce y premurosa
nos obtenga la bendición del Señor
para toda la familia humana. De
manera especial hoy, Jornada
Mundial de la Paz, invocamos su
intercesión para que el Señor nos de
la paz en nuestros días: paz en
nuestros corazones, paz en las
familias, paz entre las naciones. Este
año, en concreto, el mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz lleva por
título: «No más esclavos, sino
hermanos».
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