Dancing Naked in the Mind Field

1 year ago
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Supe de él por primera vez hace 25 años. Fue, como tantos descubrimientos importantes en la vida, por una revista vieja en una sala de espera.

La revista traía un artículo sobre un científico al que alguien había descrito, y no propiamente a modo de elogio, como poseedor de “un inconformismo creativo que raya en la demencia”. Me propuse leer todo lo que pudiera sobre él.

Kary Mullis era el revés del estereotipo del científico asocial, ensimismado y aburrido. Era surfista, mujeriego y tomador. Tenía una personalidad expansiva, promovía el consumo de alucinógenos y aseguraba que su abuelo recién fallecido lo había visitado una tarde en San Francisco.

No había tema sobre el que no tuviera una posición a contracorriente. De la nutrición, decía: “Mis cinco grupos alimentarios son: azúcar, grasa, sal, chocolate y alcohol. Así que un buen desayuno, si estoy de prisa, es un bombón de chocolate y un shot de tequila”.

Su iconoclastia le trajo no pocos problemas con el establecimiento científico, que no le perdona su escepticismo sobre el cambio climático y sobre la relación del VIH con el sida.

Un día de 1983, Mullis conducía por la zona vinícola de Mendocino, California, cuando le vino a la cabeza una idea que lo hizo detenerse a la orilla de la carretera. Se le había ocurrido algo importante y tenía que anotarlo. Algo quizás genial. Algo que cambiaría el mundo.

Su historia me recuerda la de García Márquez, quien decía que un día, en la autopista a Acapulco, sintió un “cataclismo del alma intenso y arrasador” que le hizo parar el auto. Esa inspiración se convertiría en Cien años de soledad.

La técnica PCR es la manera como identificamos infecciones activas de covid-19. Más precisamente, por medio de una variante llamada RT-PCR.

A Mullis, que era especialista en bioquímica, se le había ocurrido una forma de tomar una secuencia de ADN y multiplicarla (o “amplificarla”, en el lenguaje técnico) millones de veces, por medio de reactivos químicos combinados con ciclos de frío y calor. Esa multiplicación del ADN serviría para analizarlo mejor. La técnica, llamada “reacción en cadena de la polimerasa”, o PCR, daría inicio a una revolución en el estudio de esa molécula, que contiene el material genético de los seres vivos. La ciencia de la biología no volvería a ser la misma.

Mullis no se hizo rico con su descubrimiento. La empresa de biotecnología para la que trabajaba le pagó 10.000 dólares por la patente y después la vendió en 300 millones de dólares. El desquite parcial llegaría en 1993, cuando Mullis recibió el Premio Nobel de Química.

¿Por qué les estoy hablando de esto?

Porque la PCR es la manera como identificamos infecciones activas de covid-19. Más precisamente, por medio de una variante llamada RT-PCR. La PCR amplifica secuencias de ADN y sirve, por ejemplo, para hacer pruebas de paternidad, pero no para detectar ciertos virus, como el SARS-CoV-2, cuyo material genético está en una molécula similar pero distinta, el ARN. La RT-PCR primero convierte el ARN a ADN y luego busca allí la información genética del patógeno.

Kary Mullis falleció el año pasado, a los 74 años, pocos meses antes de que el malaventurado coronavirus partiera en dos la historia del siglo XXI. Murió sin saber que su invento sería un arma decisiva de la humanidad contra la pandemia. Pero Mullis, quien jamás se cohibió de acariciar ciertas ideas que levantan las cejas de los racionalistas, no habría tenido problemas en creer que, desde el más allá, seguiría enterado de las cosas del más acá. Debe de estar al tanto, entonces, de esta nueva batalla entre el insumiso ingenio humano, que inventa maravillas como la PCR, y la obediencia mecánica al reglamento, que es como se reproducen los virus. Una batalla entre la imaginación y su ausencia, que ganaremos, en gran medida, gracias a la excéntrica imaginación de Mullis.

Propongo un shot de tequila en su nombre.

Thierry Ways

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