Leer y creer en las Sagradas Escrituras nos hace nuevas creaturas. Padre Luis Toro.

2 years ago
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Para que la Palabra de Dios se convierta en alimento de nuestras almas, necesitamos desarrollar una actitud de escucha, incluso cuando aún no comprendamos bien lo que Dios nos quiere decir.

Posiblemente al principio los apóstoles entendieron poco del discurso eucarístico del Señor en Cafarnaúm; pero san Pedro le dijo, de parte de todos –también de parte nuestra–: «Señor, ¿a quién
iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68).

Tampoco la Virgen entendía siempre todo lo que Jesús hacía y decía, pero escuchaba y meditaba con calma: «guardaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,52). «Todos podemos –comenta el Papa Francisco– mejorar un poco en este aspecto: convertirnos todos en mejores oyentes de la Palabra de Dios, para ser menos ricos de nuestras palabras y más ricos de sus Palabras.

Pienso en el sacerdote, que tiene la tarea de predicar. ¿Cómo puede predicar si antes no ha abierto su corazón, no ha escuchado, en el silencio, la Palabra de Dios? (...).

Pienso en el papá y en la mamá, que son los primeros educadores: ¿Cómo pueden educar si su conciencia no está iluminada por la Palabra de Dios, si su modo de pensar y de obrar no está guiado por la Palabra? (...)

Y pienso en los catequistas, en todos los educadores: si su corazón no está caldeado por la Palabra, ¿Cómo pueden caldear el corazón de los demás, de los niños, los jóvenes, los adultos?

No es suficiente leer la Sagrada Escritura, es necesario escuchar a Jesús que habla en ella».

Si procuramos crecer siempre en esta actitud de escucha, que se nutre también del estudio y de
la lectura espiritual, podremos decir cada vez más con el profeta Jeremías: «Cuando me encontraba tus palabras, las devoraba.

Tus palabras eran un
gozo para mí, las delicias de mi
corazón» (Jr 15,16).
La lectura y meditación de la
Escritura requiere tiempo y calma.
«En la presencia de Dios, en una
lectura reposada del texto, es bueno
preguntar, por ejemplo: “Señor, ¿qué
me dice a mí este texto? ¿Qué quieres
cambiar de mi vida con este mensaje?
¿Qué me molesta en este texto? ¿Por
qué esto no me interesa?”, o bien:
“¿Qué me agrada? ¿Qué me estimula
de esta Palabra? ¿Qué me atrae? ¿Por
qué me atrae?”»[14]. Al escuchar una
charla, una clase, una homilía, las
personas agradecen que se cite la
Escritura, si se procura que estas
referencias no sean algo ornamental,
o un mero pretexto para hablar de un

tema: se trata de que la Palabra de
Dios fundamente e ilumine lo que se
dice, y de que el texto sagrado esté
arropado por el calor de quien lo ha
estudiado y lo ha meditado, con la
cabeza y el corazón.
También es necesario escuchar los
silencios de Jesús. «Sabemos por los
Evangelios –ha escrito recientemente
el Papa emérito Benedicto XVI– que
Jesús frecuentemente pasaba noches
solo “en la montaña” en oración, en
conversación con su Padre. Sabemos
que lo que Jesús decía, su palabra,
proviene del silencio y solo podía
madurar allí. Por eso es lógico que su
palabra solo pueda entenderse
correctamente si también nosotros
entramos en su silencio: si
aprendemos a oírle desde su silencio.
Ciertamente, para interpretar las
palabras de Jesús, es necesario el
conocimiento histórico, que nos
enseña a entender el tiempo y el
lenguaje de ese momento. Pero eso
por sí solo no es suficiente si
queremos entender en profundidad
el mensaje del Señor. Quien hoy lee

los comentarios sobre los Evangelios,
cada vez más extensos, queda al final
decepcionado. Aprende mucho
acerca de esa época, así como muchas
hipótesis que a fin de cuentas no
contribuyen en absoluto a la
comprensión del texto. Al final uno
siente que en todo el exceso de
palabras falta algo esencial: entrar en
el silencio de Jesús, de donde nace su
palabra. Si no podemos entrar en este
silencio, siempre oiremos la palabra
solamente en su superficie y no la
comprenderemos realmente»[15].
De la mano de san Josemaría
«Cada santo es como un rayo de luz
que sale de la Palabra de Dios»[16]. Y
en la Obra, el Evangelio recibe una
luz especial de las enseñanzas y de la
experiencia vital de san Josemaría.
Como él, entramos en la vida de Jesús
«como un personaje más»: somos
José, Simeón, Natanael, Simón de
Cirene, Maria Magdalena... y sobre
todo el mismo Cristo, hijos en el Hijo.
Se ha dicho que, aunque puedes
remediar el hambre de una persona

dándole pescado, vale mucho más
enseñarle a pescar. Del mismo modo,
san Josemaría no solo nos dio sus
glosas del texto sagrado, sino que
también nos enseñó a leerlo: como un
niño, contemplando. Sus enseñanzas
nos ayudan a ahondar en el
Evangelio, y el Evangelio mismo nos
hace comprender mejor el espíritu
que Dios le confió, que es «viejo como
el Evangelio, y como el Evangelio
nuevo»[17]. De ahí, por ejemplo, que
algunas clases de formación cristiana
empiecen con la lectura comentada
del Evangelio; y que, en los Centros
de la Obra, acabe la jornada con un
sencillo y breve comentario del
Evangelio del día.

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