Nueva Mirada a la Biblia. 1 de 3. Los Datos Fundamentales. Fray Nelson Medina.

2 years ago
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Al leer las Confesiones de San Agustín o las vidas de los primeros conversos,, descubrimos que sus inquietudes esenciales son las mismas que las del hombre de hoy. Las mismas ansiedades, las mismas soluciones, los mismos sucedáneos, la misma única respuesta real: Cristo.

Hay quien intenta negar esta realidad, presentando a los hombres del siglo I como incapaces de diferenciar realidad y ficción.

Se presenta la creencia en Dios como imposible a la luz del progreso actual, incompatible con el sentido moderno de la libertad.

Tal modo de considerar a los primeros cristianos –¡y a sus coetáneos!– les hace poca justicia: también en la antigua Roma abundaban modernos que aprovechaban el progreso para su mayor placer y defendían en nombre de la libertad los propios egoísmos.

Los primeros cristianos supieron afrontar las mismas dificultades que nosotros, correspondiendo a la gracia. Incluso puede que sus dificultades fueran objetivamente mayores, pues vivieron en un mundo ajeno a las ideas del cristianismo.

Un mundo en el que, junto a un nivel técnico y cultural nunca antes conocido, palabras como “justicia” o “igualdad” estaban reservadas a unos pocos; donde los crímenes contra la vida eran moneda común; donde la diversión incluía contemplar la muerte de otros.

A veces se habla del mundo moderno como post-cristiano, con un tono negativo. Tal consideración olvida que incluso quienes buscan negar el mensaje de Cristo, no pueden –ni quieren– prescindir de sus valores humanos.

El terreno común es patente a los hombres de buena voluntad, que nunca faltan. De algún modo, la realidad, después de Cristo, es cristiana.

La presencia de Cristo en la Sagrada Escritura

Jesucristo leerá en la sinagoga de Nazaret al profeta Isaías, que anuncia su llegada: «El Espíritu del Señor está sobre mí (…); me ha enviado para anunciar la redención a los cautivos» (Lc 4,18).

A la vuelta de veinte siglos, la Escritura sigue hablando del presente y al presente, como esa vez en Nazaret: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21; cfr. Is 61,1).

Cada día, y en especial cada domingo, «la Palabra de Dios es proclamada en la comunidad cristiana para que el día del Señor se ilumine con la luz que proviene del misterio pascual (…).

Dios sigue hablando hoy con nosotros como sus amigos, se “entretiene” con nosotros, para ofrecernos su compañía y mostrarnos el sendero de la vida.

Su Palabra se hace intérprete de nuestras peticiones y preocupaciones, y es también respuesta fecunda para que podamos experimentar concretamente su cercanía».

En la Sagrada Escritura ningún texto se puede aislar del conjunto, que tiene su unidad en el Verbo de Dios. «En efecto, por muy diferentes que sean los libros que la componen, la Escritura es una en razón de la unidad del designio de Dios, del que Cristo Jesús es el centro y el corazón, abierto desde su Pascua».

El Nuevo Testamento se lee por eso a la luz del Antiguo, y el Antiguo teniendo a Cristo como clave de interpretación, según la famosa fórmula de san Agustín: el Nuevo está escondido en el Antiguo, y el Antiguo se manifiesta en el Nuevo.

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